AAMM EN LA PANORÁMICA POLÍTICA DE CONTROL SOBRE LAS PULSIONE

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AAMM EN LA PANORÁMICA POLÍTICA DE CONTROL SOBRE LAS PULSIONE

Mensaje por OSCARUTOPIA » 25 Ago 2012 17:33

Artículo de opinión


Las artes marciales en la panorámica política de control sobre las pulsiones

Las artes marciales están llevadas a mantener una relación difícil con el aparato jurídico de los Estados y con sus medios. La pacificación es consentimiento de la administración de la violencia.


fuente: http://www.kaosenlared.net/noticia/arte ... -pulsiones



1. Las artes marciales en la panorámica política de gestión sobre las pulsiones

1. 1. El tabú de la violencia inscrito a la racionalidad política de producción y canalización de una reserva social de violencia

Las artes marciales están llevadas a mantener una relación difícil con el aparato jurídico de los Estados y con sus medios productores de opinión. No podría ser de otro modo: las sociedades "civilizadas", cuyas características diferenciales se han ido forjando hasta la fecha sobre el yunque de la separación en clases, pueden perdurar solamente si la parte social dominante legisla, moraliza y sanciona con exhaustividad la cuestión de la violencia. Unidades sociales siempre en competencia entre sí -latente o manifiesta, desatada o "en espera"-, sus dirigentes y gestores no están dispuestos a consentir pérdidas de energía poblacional propia que puedan poner a la sociedad en posición desaventajada. Al hilo de esta consideración, erigir "la violencia" -pensada en abstracto- como tabú y normativizar -o coaccionar- a la sociedad en el pulcro cumplimiento del tabú, supone matar tres pájaros de un tiro:

1º. El cuerpo social permanece entero y es impedido el "malgasto" de sus energías en fricciones intestinas, quedando estas fuerzas exentas todo lo posible de desperdicio;

2º. La pacificación es así mismo consentimiento fáctico de la administración de la violencia por sus especialistas estatales, siempre prestos a intervenir contra signos de violencia a los que el contra-fuegos de la moral pacifista aísla ya de entrada. Las energías disconformes quedan así no tan sólo aisladas, sino minoritarias y marginales, "razón de más para no tolerarlas" a ojos de la propia masa marginalizadora (la "marginalidad" es así argumento de fuerza para los mismos aplicados en promoverla);

3º -y quizás aún más importante-, la masa homogeneizada en el tabú de "la violencia" (abstracta) se vuelve por esto mismo brutalmente agresiva en su fuero interno, debido al proceso que Freud llamó "neurotización de las pasiones"1. Una de las bases del taoísmo es que el exceso produce siempre su antítesis excesiva, y así no ha sido extraño ver cómo rebaños de "corderitos piadosos del Señor" corrían jubilosos a la quema indiscriminada y ciega de judíos sin que fuera preciso azuzarles demasiado. La propaganda de identificación a ultranza -identificación racial sobre la premisa de un supuesto genoma determinante- entre el judío por un lado y el "talmudismo" con su vocación de dominación por otro, era una propaganda más bien risible..., pero no hay lógica que pueda contra quien quiere creer. Y pequeñoburgueses y ciudadanía provinciana -aburrida, reprimida y con mala conciencia siquiera por el "incivismo" de alzar la voz o de discutir sin falsa cortesía- tenía la necesidad pulsional de creer.

El Estado sabe jugar como nadie para el caso la carta de la ambivalencia: mitificando y demonizando la violencia entre "ciudadanos", se asegura de poder dirigirlos fieros contra "enemigos interiores" que los medios encuentren oportuno sacar de la chistera de su "archivo de creación". También puede así proveerse de respaldo público a una iniciativa suya de librar una guerra o de marchar lejos "en operación de paz". Ello quizás no tanto porque la sociedad civil se haya tragado sinceramente la patraña de demonización ajena preparatoria. Cuanto porque, sobre las energías corruptas por "la cultura de no enfrentarse a nadie" y por el principio de trato "no agresivo" (que en realidad significa: "rehúye enfrentarte"), relativista, indolente, indiferente y "respetuoso" con "la vida" y el pensamiento "ajenos" (se trate de quien se trate y sin importar el valor ético del pensamiento en cuestión)..., anida una frustración masiva del combate y de la honestidad con uno mismo aunque suponga enfrentarse a quien fuera. Y esta frustración puede finalmente sublimarse en la contemplación de la guerra como espectáculo morboso. Así como es una frustración que puede resarcirse en la "participación" detrás de la campaña justiciera o en la participación en un "cruel jugueteo" con seres a quienes, haber inferiorizado, convierte en fuente de consumo placentero al sabérseles castigados indirectamente por "mano propia". La sociedad alienada se concilia así -por momentos y de un modo canallesco- con su poder alienado que el propio pacifismo le veda ponerse a conquistar al inhibirla a ella en los pasos necesarios para apropiarse conjunta y soberanamente de su producción, de su actividad, y de sus frutos y riquezas. En esta ambivalencia caprichosa, la violencia-tabú hace criminales horribles mientras la violencia sagrada (inter-societal o contra el "elemento ajeno" o el "enemigo interior") hace "héroes". Los últimos no se diferencian de los primeros en los hechos perpetrados; el héroe patriota es la válvula de escape intrínseca a un orden sustentado sobre la imposibilidad -en el concepto que acuña Leopoldo María Panero en su prólogo Sade o la imposibilidad2- de ser criminal en cualquiera de "sus" acepciones previamente listadas por la Moral y la Ley. Acepciones que presentan el denominador común de ser amenazantes para la gestión utilitaria de la energía. Pues la energía ha sido sometida a una Reproducción Social que ha devenido idealmente finalidad de toda operación y tendencialmente directora de toda manifestación de la vida (especies de sociedad que Nietzsche llama "rebaños"3).

1. 2. El "hombre-unidimensional" como tipo humano producido por esa política de la violencia y como su reproductor

"Amarás a tu pueblo como a ti mismo" (y no, por cierto, "a tu prójimo", tergiversación cristiana posterior) dice el segundo mandamiento mosaico. Violar el "No matarás" es, así, causa de castigo yahvítico, mientras, a su vez, la secta judaica llamada de los sicarios hacía voto religioso de no morir sin haber matado antes al menos a un gentil o a un judío "pusilánime" (es decir, considerado carente de rectitud a la luz de la "ortodoxia" sicaria). De hecho, una de las grandes fiestas religiosas judaicas conmemora, para los talmúdicos, la matanza de miles de gentiles (goim) kházaros a manos de su monarca converso al judaísmo, y otra de las más importantes entre estas fiestas, el sacrificio pascual del cordero, "rememora" en realidad el pasaje mítico de la matanza de centenares de niños egipcios a manos de los ángeles vengadores enviados por Yahvé. La prescripción de la paz en el interior es su proscripción con "el exterior", y hemos visto de qué manera ambos polos se remiten mutuamente: la anti-naturaleza que lo social porta en su seno, como tabú de la sangre en el que la clase sometida es formada, es en esa medida la naturaleza de lo social (es la fuerza del orden, su expansión, sus potencia de agresión a otras sociedades y de dominarlas, su perspectiva de supervivencia en definitiva). Puesto que con el tabú de la sangre la parte dominante de la sociedad produce el propio sobrante energético de esta sociedad; la materia agresiva a la que dar una dirección política, a la que redirigir hacia el incansable rendimiento y servilismo laborales, o a la que re-organizar como energía masoquista que se complace al "recibir" por tener doctrinariamente bloqueada su capacidad de respuesta. El capitalismo, a decir de Marcuse, tradujo esta táctica en un tipo-humano, del que las sociedades capitalistas habrían de estar compuestas: "el hombre unidimensional". Se caracteriza por estar desposeído de Ello (de mundo pasional y pulsional) fuera de meros impulsos sometidos al Super-Ego (Moral, ideología dominante, control interiorizado, ideales normativos socialmente hegemónicos) y que son nada más que las órdenes emitidas a través de las que el Super-Ego moviliza al Ego a que éste lo traduzca a él en acción, actitud y comportamiento. El Ello habría sido así transformado en el lenguaje corporal a través del que el organismo -y la conciencia que capta la experiencia sensible de éste- siente la necesidad (queda comunicado de ella) relativa a realizar en sociedad ese mismo programa social subjetivado como Super-Ego. El hombre unidimensional sería, pues, el alternador de un circuito auto-remitente por el que el orden viaja al individuo y se auto-proyecta a través de él.

Por lo mismo, no puede sorprendernos la ambigüedad de comportamiento y de actitud que el hombre unidimensional manifiesta respecto de la cuestión de la violencia. Aunque protesta y no en pocas ocasiones se reivindica de su desengaño frente al "sistema político", acata a pesar de todo ser pisado diariamente por los administradores de mantenerlo en su situación miserable, y ello en nombre del respeto a la fuente popular del poder supuestamente elegido. Al depender su supervivencia de que sus propios secuestradores no lo maltraten demasiado y le dejen respirar aunque sea a un centímetro de holgura contra la almohada que le ahoga, el hombre-unidimensional sufre de una especie de síndrome de Estocolmo que le lleva a acurrucarse en una miserable perspectiva de seguridad mínima. El hombre unidimensional es un niño de mala madre. No le queda alternativa más que la de acurrucarse contra sus senos y amamantarse del único horizonte que la propia interposición espacial del cuerpo del poder le deja distinguir: el horizonte de la adaptación y el servilismo. De este modo, llega a aceptar, por consideración "de solidaridad" y por "el bien social", sufrir castigo de sus dueños y ver cómo sus condiciones de existencia se deterioran a golpe legislativo o a golpe del arrasamiento ocasionado simplemente por actividad económica. Procura lamerse las heridas sin hacer demasiado ruido. Pero a su vez, la consciencia del auto-engaño, aunque sea una consciencia parcial, siembra en él la ira. El orden encuentra, tanto en la diferencia instalada en el seno de la sociedad como en los sujetos que se comportan no dominados totalmente por la ideología de la violencia-tabú, los dos chivos expiatorios que ofrecer de blanco a la disconformidad auto-reprimida. Esto no significa que deje habitualmente -y salvo en momentos excepcionales de la historia- en manos del hombre unidimensional la sublimación violenta de tanta tolerancia y relativismo mal-tragados. El Estado sabe mejor que nadie, y por vocación propia, que desatarse en la crueldad provoca que se le tome gusto a ésta. No pueden ser criadas fieras a las que dar oportunidad de desbocarse, porque cuando se sueltan de verdad pasan y pisan por encima de todo. Así que mantiene al "pueblo" detrás de la barrera y a la vez lo especializa en dar apoyo y en identificarse con los "legítimos ejecutores" para además hacerlo sentir así dueño de justicia y no de venganza. Unos seres asfixiados de deberes, y en primer lugar por el deber material de resignarse a perder gran parte de la vida si se quiere sobrevivir, se resignan a los mismos pensando respectivamente en "los derechos de los demás" (a ver funcionar al partido que ha ganado las elecciones, a recibir el trabajo de uno, a ver revertido en ellos parte del dinero tributado...); en el fondo, el hombre unidimensional no se siente con esos derechos cumplidos y, es más, siente inconscientemente que no los quiere a ese precio (que es él mismo). Pero el orden ha conseguido aislar a cada hombre unidimensional y por tanto lo ha llevado a vivir ese pre-sentimiento de malestar ininteligible como si se tratara de un componente de diferencia respecto de la masa. Eso lo asusta, porque prevé las reacciones de los demás, y, a su vez, porque se asusta al verse ser así (remordimiento, auto-intolerancia), así que el hombre unidimensional vive en un baile de disfraces perjudicial por una percepción errónea de estar desvinculado completamente a los demás. Paralelamente, el diferente o el disidente, que es la negación viva de lo que cobardemente al hombre unidimensional le conviene creer (que no hay un más allá de sí mismo y que por tanto vive la vida que puede vivir), desencaja a éste de su red de seguridad y de su sentir de servilismo a sus dueños. Por tanto, ni diferentes ni disidentes pueden tener derecho alguno: rompedores del pacto de convivencia, éste recíprocamente se pone en suspenso ante ellos. Todo vale con ellos, desde el chiste al montaje mediático que da alas a la intervención policial y anima la complacencia colectiva en creerse superior o en la "auto-purificación" por el acto de apartar.

1. 3. Estereotipos y prácticas para el destierro y/o para la domesticación de las artes marciales

Las artes marciales descalabran todo este juego táctico de violencias proscritas y de contra-violencias sublimatorias y rentables. Una sociedad de cultivo masivo y cotidiano de las artes marciales, donde, por ejemplo, éstas fueran piedra angular de la educación física de los niños y jóvenes (para poder seguir ligados a ellas más tarde de ser su elección), sería una sociedad constitutiva y constituida por personalidades fraguadas de una relación sana con la violencia. El Estado y los periodistas lo tendrían entonces más difícil que ahora para canalizar a los ciudadanos contra objetivos escogidos. Ello porque la energía destructiva, que en el fondo consiste siempre en tender a golpear para transgredir la calma de una forma dada cualquiera, estaría ejercitándose dentro de un marco de aprendizaje racional de un arte, y así quedaría libre de permanecer estancada y fermentando en espera ansiosa por ser teledirigida contra cualquiera señalado con el dedo de la política. Por otro lado, que las personas -y en concreto, la clase social con más motivos objetivos para plantar cara a la actual existencia- supieran defenderse sustraería al aparato represivo de su actual casi plenipotencia. Muchos, dejando de verse en total indefensión frente a la policía, dejarían también de estar a merced del miedo a salir a la calle. No es casualidad que ningún Estado haya planteado nunca un proyecto serio de extender y popularizar la enseñanza de artes marciales. Ello salvo en la notoria excepción que Japón representa, donde éstas se aprenden en las escuelas; pero donde, por otro lado, los mecanismos de reproducción del orden capitalista están muy imbricados con la pervivencia de rasgos tradicionales de mentalidad en el núcleo mismo de una existencia vivida desde una concepción organicista para-feudal en lo que atañe a las relaciones Capital-Trabajo. Ante la imposibilidad de conciliarse con las artes marciales, el Estado y los medios tratan de internarla en al menos cuatro tipos de "salidas" desterrantes: la espectacularización, la imagen de freakismo, la incorporación a los mecanismos de Estado, la estigmatización.

La espectacularización consiste en mutilar el arte marcial de su amplitud técnica, eliminando de ella los golpes y planteamientos de combate políticamente incorrectos, y, así podada, amañarla como deporte olímpico para consumo de espectadores. Así se logra una especie de perfecta "división de roles sociales" en la relación con el arte marcial espectacularizada: una sociedad que obtiene e interioriza la imagen de que su práctica no es para ellos, para "la gente normal", sino que está destinada a personas hechas de una "pasta especial"; y, del otro lado de la pantalla o del estadio, un reducido grupo de deportistas y de actores cinematográficos que al parecer "están hechos para eso". El arte marcial deja así de existir en sociedad; es incompatible con ser espectador, justamente porque el espectador es por definición quien está carente de Do4. Queda así falsificada en condición de objeto de información como los hay tantos. Ni se aprende ni se vive, y así queda privada de formar a la persona. Aparece, como las carreras de coches y la vuelta al mundo en hidroavión, "cosa de otros".

La imagen de freakismo difundida por los medios consigue algo parecido al recurso político anterior, aunque en este caso los excéntricos o los "despreocupados de los asuntos serios de la vida" (o presuntamente serios) parecen ser los destinados al monopolio de la práctica. La gente se aprende la estrofa de que quien tiene familia que mantener (o co-mantener) y un trabajo del que no ser despedido o incluso en el que "prosperar", no puede destinar "su precioso tiempo" a "fruslerías" y debe por el contrario concentrarse en "aquello que importa". Pero, si los sujetos pueden aprenderse una chorrada así, es justamente porque el Estado previamente ha hecho ya lo posible por alejar las artes marciales del conjunto de cotidianeidades "normales", de modo que la lejanía trae el mito. Esta idea, al calar en sociedad, se convierte hasta cierto punto en lo que Robert Merton llamó una profecía auto-cumplida. Pues el recelo o por lo menos la falta de inquietud masivos que la idea consigue sembrar, excluye a gran parte de los practicantes potenciales y en fin sí acaba procurando un perfil más reducido y limitado de practicante, del que pudiera darse en circunstancias distintas. Y esa realidad relativa sirve de referente y de sustento empírico a la idea, con lo que la verdad acaba imitando (aunque por supuesto parcialmente) a su distorsión.

La incorporación a los mecanismos de Estado es una táctica política que operó con las artes marciales por ejemplo en la Unión "Soviética", donde en determinado periodo se procedió a enseñar artes marciales a los reclutas durante su servicio militar. La falsificación de las artes marciales es entonces radical, puesto que militarizando las artes marciales se pierde por completo la perspectiva de producir personas con una relación y un cultivo racionales con su propia dimensión interior violenta, y de este modo menos neurotizadas y menos tendentes a apoyar cazas de brujas o a tomar parte directa en las mismas. Pasan estas artes a ser así parte del fardo de recursos lubricantes de ideologías patrióticas varias, que siempre, y en un momento u otro, acaban sirviendo de coartada y de empuje a la violencia entre Estados y al correlativo sufrimiento de las sociedades. El hecho de inventarse nuevas artes marciales de síntesis que nacen del y para el ejército (así el Sambo en Rusia), forma parte de este empleo de las artes marciales como signo patriótico diferencial, siendo potenciado el orgullo nacional y, en tal medida, entrándose en el juego estatal de encauzamiento de la violencia.

La estigmatización es el camino que se ha seguido por ejemplo en España, donde el presupuesto estatal destinado a potenciar el conocimiento de las artes marciales o el interés por éstas es nulo y donde, por contra, el sensacionalismo periodístico no desperdicia ocasión para ubicarlas en mundos turbios. O por lo menos para subrayar que, si en sí no son malas, sí congregan mucho tarado a la vez que etérea sería la línea que las separa de "la secta". La desinformación se casa aquí con una distorsión identificativa: la que proviene de asociarlas o emparentarlas con los deportes de contacto, cuyo sentido sencillamente -y no digo que negativo, sino interesante también- es distinto en esencia. De todos modos, la propia estigmatización periodística que por su parte sufren los deportes de contacto comparte trasfondo político con la estigmatización de las artes marciales, y eso nos sitúa a todos en una posición común. Con la diferencia de que hacia los deportes de contacto aún cargan los periodistas más sus tintas, porque en relación a estos la mentira mediática se vale de las propias imágenes disonantes que la prensa ha ido construyendo en torno a ellos y en torno a las artes marciales. Mientras la prensa sí ha difundido ante los ojos de la opinión pública unos estereotipos de "cierta asociación imprecisa con un halo filosófico" en lo que gira en torno a las artes marciales -sobre todo a las que no centran sus técnicas en el impacto de golpe-, esa misma prensa machaca con el estereotipo del deporte de contacto como una cuestión más "bruta", un "asunto" de "personas de afición a la violencia o con intereses laborales en ejercerla", quedando así desvestido el deporte, tras la "noticia" o el "reportaje"-montaje, de su sentido ético y racional, así como de su finalidad formativa (física y existencial) a través de la violencia pero más allá de la misma.

1. 4. Combate y auto-conocimiento

En el libro de Chuck Palahniuk, El club de lucha, el Alter Ego protagonista que se ha ido desarrollando en una persona casada con la normalidad, le dice a ésta (se dice a sí mismo) algo más o menos así: "¿Cómo te vas a conocer si nunca te has peleado?; si nunca te has peleado, no sabes de lo que eres capaz". La necesidad de defendernos contra una agresión o ante un ataque es un momento de desnudez propia ante uno, ya que no nos deja alternativa. "No se puede pactar con el Dragón -Drac ul-; el entendimiento con él no puede significar más que haber sido embaucado", afirma la tradición rumana, tierra donde el dragón medieval era la alegoría del Mal. No cabe disimularse en la discreción de intentar que la amenaza pase de largo; desde el momento en que deviene de la amenaza al hecho, el combate no puede ser otra cosa que un momento de sinceridad y, por ende, de autoconocimiento. Bajo nuestra propia sombra; detrás de una identidad tullida por cien abandonos del deseo y por otras tantas concesiones a la tiranía del "realismo"; comprimidos en la médula del personaje que hemos ido apañándonos para bajar a la altura de una realidad supervivencial que nos ha sido siempre insuficiente; tan gobernados por la identidad que el personaje casi había matado ya toda potencia meta-factual y casi se había instituido como única esencia restante..., allí estábamos nosotros después de todo. Haber sido llevados a -o haber decidido- combatir sin posibilidad de medias tintas enciende la auto-subversión en cadena. Pues al sorprendernos radicalmente de nosotros, empezamos a preguntarnos qué otras cosas podemos hacer y qué potencia de ser albergamos o más exactamente qué potencia de ser podemos crearnos. Después de habernos pegado de verdad -o después de haber sido knockeados y de habernos recuperado-, no somos más inconscientes de las amenazas que nos lanza la vida ni de la potencialidad que cien mil componentes de la vida tienen de hacernos daño. Tampoco nos volvemos más impasibles. Pero sí ganamos tolerancia hacia ellas; nos hacemos más capaces de convivir con la certidumbre de su existencia y de su acción. Nos fortalecemos, en el sentido de habernos vuelto más capaces de aceptar la dimensión agónica de la vida, tanto como de interesarnos por su aportación a la existencia y por su irremplazabilidad en la misma (lo que no debe confundirse con hacer una apología del sufrimiento en sí como fin). Así se desvela el hedonismo con claridad como aquello que es: un refugio; un consuelo religioso más; el auto-engaño de concebir unidimensionalmente la vida y de ver su dimensión agónica como mero error o como mera trampa de la que nos sería posible huir sin quedar en la evasión partidos por la mitad. O, al tiempo, sin quedar tocados de realidad porque ésta fuera a borrarse al darle la espalda.

1Deleuze encuentra un interesante paralelismo entre el proceso originador de mala conciencia, tal y como lo analiza Nietzsche en Genealogía de la Moral, Segundo Tratado, y este concepto freudiano. Véase esto referido en Gilles Deleuze, Nietzsche y la filosofía (2002: 180-205).

2En Sade, Marqués de, Cuentos, historietas y fábulas (1994: 5-47).

3Nietzsche, Friedrich, Genealogía de la Moral.

4Quizás traducido de modo reduccionista por "camino", este kanjii japonés (ideograma) expresa, aplicado contextualmente a las artes marciales, la síntesis entre el trayecto objetivo de adquisición de conocimientos artísticos marciales ("pasos a dar"), y la actividad y vivencia subjetivas del artista marcial, así como cada momento resultante de auto-transformación. Es, por tanto, un devenir en deslizamiento sobre la atención a unas bases objetivas. Su representación ideográfica recuerda a un camino típicamente dibujado por un niño (dos líneas verticales paralelas acotando una sobre-posición de líneas horizontales).

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